Seguro que si os dieran a elegir vuestro sitio ideal, la mayoría de vosotros  pensaríais en una playa, en la brisa del mar, en unas palmeras o quizás mejor en unos cocoteros, en una piña colada con pajita, en un chapuzón, en aguas cristalinas al más puro estilo de los anuncios de  “Fa” de los años 80 (para los más jóvenes, era el desodorante del momento) y, en ese YATE que os recogería esa tarde para ver la puesta de sol…

Yo en cambio me imagino en una casa acogedora de montaña, toda de madera, con una chimenea encendida, un ventanal bien grande a través del cual veo los copos de nieve caer. No he podido subir a esquiar, una pena, pero a cambio me iré a comer al mejor restaurante de la zona… sale cuenta con paga. Dicen que esta tarde parará de nevar y  podré dar un paseo con mis botas nuevas de pelo.

Entenderéis ahora que me gusten las bodas de invierno. En primer lugar porque hay muchas menos y te hace más ilusión. Me gustan más por la mañana  y así poder aprovechar esa luz que tiene Valencia, y que se agradece mucho, en esos meses. Una buena  mañana de diciembre, enero o febrero, si sale el sol,  puede ser la bomba… En segundo lugar porque me gusta la decoración basada en madera, piñas, algodón blanco, avellanas o nueces, algo rojo, algo escocés… Incluso el menú puede ser especial, distinto al de verano. Hace poco leí que se había dado cocido en una boda. Sí, el típico cocido madrileño, qué original y apetecible, me encantó la idea!, y de resopón, chocolate caliente y manzanas caramelizadas como las de la feria.

El vestuario también da mucho juego. Ese traje-abrigo de crêpe más gordo, esa estola de zorro “plateado” de mi abuela, esos guantes de piel que parecen de otra época pero que me los  compré en un mercadito de Florencia y los tengo en todos los colores, ese bolso marrón de cocodrilo, ese casquete de franela ladeado… qué glamour!